Jorge Ibarguengoitia |
Presumo que la recomendación de Autopsias rápidas de
Jorge Ibarguengoitia, editado por Vuelta se la debo a Eduardo Casar, en una de
sus muchas y disfrutables clases de narrativa que tomé con él en el Diplomado
de Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la S.O.G.EM. Quiero
recordarlo así por asociar la intensidad humorística y la capacidad de
síntesis, la mirada cáustica y la apariencia
de crítica involuntaria que comparten ambos autores en lo que Guillermo
Sheridan, editor de estas páginas, llama “el párrafo clorhídrico”. Aunque
también pudo haber sido una de las múltiples sugerencias de Gerardo de la Torre
o de Mario González. Lo que sí es que ha sido una fortuna tenerlo, leerlo y
releerlo como parte de esos textos monumentales que han contribuido a develar
mi identidad como escritor. Una pieza más de mi creciente biblioteca de libros
de segunda, tercera y cuarta mano. Este es una primera edición en rústica de
1988 con cubierta de cartoncillo amarillo y diseño de Myriam Cerda.
Al paso del tiempo reconozco el germen de esta mirada en mis
crónicas urbanas, en mis comentarios sobre cine, teatro, danza, música y literatura,
y que eso me ha llevado al comentario de arte. Reconozco también que son libros
como este, cronistas y autores como el mismo Germán Dehesa, posteriormente, los
que han contribuido a perfilar en mí la búsqueda de una mirada fresca de las
cosas, más allá de la academia o el deber ser; a buscar la voz auténtica,
humilde, limitada; la del ciudadano de a pie que aprende a reírse del absurdo que lo rodea (Instrucciones
para vivir en México, Ed. Joaquín Mortiz).
La elegancia de la prosa con que Sheridan introduce esta
selección de artículos publicados en el Excelsior de 1969 hasta el golpe que lo
acabó en 1976 inhibe, prácticamente, cualquier otro acercamiento, por lo que
transcribo algunas líneas antes de seguir con mi comentario: “En este centenar
de artículos brilla el mejor Ibarguengoitia: aquel cuyas virtudes narrativas y
poderes de observación se condensan en el párrafo clorhídrico; el que explora
con arrestos patafísicos la trama de la diaria estulticia: el que, como hubiera
querido Vauvenargues, satiriza como debe hacerse desde el amor propio
y con desprecio contento; el que acude a los libros, la pantalla las calles
o la memoria, con imaginación aleve, entre amargas sonrisas o carcajadas
iracundas”.
Más allá de la anécdota de que cuando Julio Sherer invitó a
Ibarguengoitia a escribir semanalmente en el diario, “sobre lo que quisiera” - él pensaba que su
aventura literaria duraría cuatro semanas porque era el tiempo en que se
agotaría lo que sabía-, está el trabajo constante de un oficio que cultivó para
publicar en el diario, luego en la revista Vuelta y más tarde en la de la
Universidad.
El libro está estructurado por el editor. Los nombres de las
secciones han sido propuestas por él, como lo dice en la Nota inicial sobre
la selección y la edición. La primera parte, Escribir cansa, agrupa
los textos relacionados con el oficio de escribir. Dentro de esta sección
destacan ocho grandes grupos: ¿Para qué sirve la crítica? que reúne tres
artículos sobre el ejercicio de la crítica en México, los autores, los lectores
y los críticos. Extraigo un pequeño párrafo como una muestra de la sutileza de
su observación: “Dije que los lectores se pueden clasificar, grosso modo, en
los que leen críticas para no tener que ver las obras, los que leen la crítica
y creen que ya vieron la obra, los que citan críticas para hacer creer que
conocen las obras, los que creen que todas las opiniones que no coinciden con la
suya están equivocadas y, por último, los que no leen críticas, saben que no
saben nada, y creen que eso es una virtud”.
Apuntes para una
teoría literaria, ocho artículos
sobre las distintas preocupaciones de un escritor acerca del estilo, los temas,
las actividades circundantes a la escritura, otros autores; Los problemas
del intelectual, tres artículos en los que explora lo que él denomina la
aristocracia del espíritu (de los intelectuales), cuya operatividad define así:
“Los intelectuales constituyen un grupo social suficientemente compacto como
para que se perjudique porque dos de sus miembros acudan a tribunales a
presentar demandas mutuas por difamación, lo bastante homogéneo para que sea
posible establecer reglas relativamente sencillas sobre cuáles deben ser las
relaciones entre sus miembros y el Estado, y lo suficientemente prestigioso
como para que sus actitudes y opiniones afecten las relaciones entre gobernantes
y gobernados”.
El señor se fue a dar una conferencia, en los que
explora las vicisitudes de estar frente
a un público. Entre sus líneas nos podemos encontrar con astucias como esta: “Si
alguien tiene que preparar (un tema) es que no está preparado, y si no está
preparado más le vale callarse la boca” o …”debo confesar que la principal
diferencia que hay entre el público que está sentado en la sala y yo, que estoy
en el estrado, consiste en que yo estoy presente a fuerza –porque ya me
comprometí a dar una conferencia y ni modo- y ellos asisten por ganas…”
Memorias de un dramaturgo subvencionado, tres
artículos en los que cuenta los avatares de un autor y sus experiencias con los
presupuestos gubernamentales y la estéril burocracia; Breve relación de
algunos de mis libros, en los que hace un recuento de las condiciones en
las que gestó sus primeras novelas, inspiradas en el asesinato de Obregón (Relámpagos
de agosto y Maten al león) y las inspiradas en la trágica historia de Las
Poquianchis (Estas ruinas que ves y Las muertas).
Usos y abusos del periódico, en los que explora la búsqueda
por la noticia cotidiana, la decadencia de la nota cronológica, la nota roja; Los
periódicos en mi vida, tres artículos en los que comparte aspectos
técnicos, teóricos y filosóficos sobre el ejercicio periodístico y su combinación
con la literatura, y cita esta joya de la historia que es la sugerencia de
Sherer para dedicarse al periodismo: “Mire Jorge, los libros que usted escribe
los escribe cualquiera, en cambio sus artículos, hay algunos que le salen muy
bien”.
En la segunda parte “¿Por qué no vamos al cine?” Reúne artículos
donde cuenta anécdotas sucedidas en torno a los edificios de los grandes cines,
los programas, los personajes que asisten al cine, los chismes de los actores,
directores, productores y demás. Es en esta parte donde aparece el artículo que
da nombre al libro, Autopsias rápidas en el que explora una película de
Saura y otra de Fellini.
Y por último, en la tercera parte “Memorias de un Boy Scout”,
el polemista mexicano, nutrido de la tradición de Chesterton, Turber o Saki,
como cita Sheridan en la primera solapa, o heredando la línea genética de
Wilde, diría yo, nos entrega algunos relatos autobiográficos de corte familiar,
escolar y urbano en donde todos fácilmente nos reconocemos. Su prosa cercana
retrata los escenarios que habitamos todos los días, sólo que él sí se atreve a
llamar las cosas por su nombre, lo que causa un efecto de hilaridad al darnos
cuenta de los ridículos en que la solemnidad nos atrapa.
De “Historia de mis libros”
José Manuel Ruiz Regil
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